2.7.15

La infancia




La infancia es la panza de mamá embarazada, flotando boca arriba al sol en la pileta
La infancia es la miga de una chiffón de vainilla, untada con la crema de limón que sobró de la torta
La infancia es una tarde en la playa en la que se desató una tormenta de viento y corrimos a refugiarnos al auto
La infancia es un break tirado por la Picasa, bajando por la cañada que lleva al río
La infancia es una palmera solitaria en la barranca, sobre la casa que daba al golf
La infancia es una gata peluda que colgaba del árbol de moras en la quinta de San Fernando
La infancia es leer completa la revista Billiken un sábado por la mañana
La infancia es faltar un lunes al colegio y quedarse disfrutando la mañana en pijama
La infancia es lamer las paletas de la batidora llenas de merengue italiano
La infancia es ver las partículas de aire flotando como oro bajo los rayos del sol de la mañana
La infancia es la galletita que come de tu mano la jirafa
La infancia es una tarde de verano en el club, con juncos y el pasto corto junto a las olas tímidas del río
La infancia es la 7up sin gas para tomar cuando estabas enfermo
La infancia es jugar a las escondidas con los cajones de la mudanza
La infancia es la laja de la pileta donde habitaban, petrificados, animales prehistóricos
La infancia es buscar los huevos de chocolate por el jardín en la mañana de Pascua
La infancia es descubrir la forma de los copos de nieve un invierno en Chile
La infancia es el hipopótamo de Pumper Nic que se comía las sobras de tu comida
La infancia es comer la polenta con mucho queso rallado, empezando desde el borde del plato y yendo hacia el centro
La infancia es dejar el último diente de leche bajo la almohada para el Ratón Pérez
La infancia es un pulóver tejido a mano que usaste de bebé
y que ahora lleva puesto tu hijo

El ciruelo



 Ayer se cayó el ciruelo,
el único árbol antiguo
que quedaba en el jardín.

No lo volteó una tormenta
ni lo partió un rayo;
no cayó por un vendaval
ni tampoco se secó de viejo.

Simplemente se desplomó al suelo,
exhausta su columna vegetal,
agotadas sus raíces
del abrazo perpetuo con la tierra.

Yo que descubrí sobre su corteza
insectos atrapados
en gruesas gotas de savia seca,
yo que rescaté de entre sus ramas
una herradura vieja que alguien olvidó alguna vez;
yo que enmudecí frente a la maravilla blanca
de cientos de flores diminutas
espolvoreadas entre sus hojas
y rescaté sus frutos amarillos
repletos del agua del verano,
no tuve despedida
ni palabras que decirle
al ciruelo.

Mi hijo no lo verá en pie,
no se colgará entre sus ramas;
quizás tropezará con el hueco inmenso
o alcanzará a tocar un tronco,
un pedazo de corteza seca.

El ciruelo
simplemente se arremolinó sobre sí
y exhaló un crujido,
como quien muere solo
con el rostro vuelto hacia la pared.

Octubre de 2012.




El peso del mundo


Me pediste
en tu lecho de muerte
apretando mi mano pequeña
entre tus palmas arrugadas
que cuidara de mi madre,
tu hija:
“Ella es frágil”, dijiste,
“no como vos
que sos fuerte
porque naciste sosteniendo el peso del mundo”.

Ahora mis palmas arrugadas
sostienen una mano pequeñita,
la de mi nieta,
y comprendo todo:
la fragilidad
es hereditaria
pero se saltea una generación.

2010.