Todo momento es, por definición, irrepetible. Y sin embargo, hay algo, si se quiere, todavía más único en este momento. Mi hija tiene tres meses. En el cuenco de su mano izquierda cabe la circunferencia de mi reloj; su mano derecha completa no alcanza para abarcar, todavía, mi dedo meñique.
Cerraré los ojos, los abriré y ya habrá crecido. Su mano será, inevitablemente, más grande. Podrá tomar las cosas; luego apilará bloques; más tarde podrá empuñar un lápiz, y eventualmente hacer signos sobre el papel.
Mi hija crece del mismo modo en que cae la lluvia. Es un sonido continuo e ininterrumpido. No es posible detenerse a analizar cada una de las gotas. Y sin embargo, cuando deja de llover, es como el momento en que me detengo para mirarla a los ojos, para ver cómo le ha crecido el pelo, para comprobar que un nuevo diente asoma a través de las encías.
Ser padre es esta continua contradicción entre querer retener los momentos y desear ver crecer a mis hijos. Es, de manera suprema, lo que más me enfrenta con el nacimiento y la generación; pero también con la mortalidad y la finitud.
Que así sea.
Septiembre de 2017 / Noviembre de 2018